por Tatiana Goransky
@TatianaGoransky
Nunca viajo con originales. Todo es copia. De hacer temas nuevos, ni hablar. Puedo, como mucho, ser la segunda voz de una reproducción. Hacer karaoke con uno mismo es posible. Soy las palabras y la música de otros. Soy un diario íntimo abierto. Un diario amplificado. Lo que pienso no solo se escucha, sino que se interpreta. Cuando mi cerebro se decide por un tema y no otro, no solo está eligiendo qué contar de lo que pienso, sino cómo contarlo.
Desde chica me dicen “La cajita de música argentina”, pero yo me considero una narradora de secretos. Mis secretos. Por eso, ahora trato de no vivir experiencias nuevas, de evitar cualquier cosa que dispare mi imaginación. Dejo que mis pensamientos sean disparados por mi música y mi música por mis pensamientos, intento convertirme en una máquina de movimiento continuo, aunque la teoría científica esté en mi contra.
Por otra parte, yo misma voy en contra de la teoría científica, aunque existo hasta que puedan refutarme. Esta idea de pensar a partir de canciones y cantar a partir de pensamientos se dio sola, fue un desenlace lógico a casi cuarenta años de prueba y error. Para dejar de ser narradora de secretos tengo que lograr retroalimentarme, convertirme en una criatura ecológica que no genere desechos emocionales.
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Según el escritor de la historia, empecé a cambiar durante mi adolescencia pero no se notó hasta mi mayoría de edad. Voy a estar de acuerdo y agregar un detalle importante, fue por amor.
Mi familia paterna es de San Juan, ahí dónde se cruzan la falta de humedad con los terremotos. Cuando cumplí quince, los tres viajamos a festejar con mis tíos y primos, en total trescientos. Una enorme porción cuyana de descendientes de eslavos. Mi abuelo tenía un hermano gemelo, un facsímil con al menos dos diferencias perceptibles, el tamaño de su abdomen, que duplicaba al del padre de mi padre, y su habilidad para hablar al revés.
Esto último me inspiró, pensé que si podía hablar de manera invertida, si podía empezar a pensar por las conclusiones, emitiría los temas de atrás para adelante. Eso, fuera de producir risa o algún comentario sobre su condición satánica, terminaría por aburrir a los escuchas o al menos confundirlos. Me había cansado de ser transparente.
Como mi cumpleaños coincide con un mes de fiestas, nos quedamos casi cuarenta días. Tiempo de sobra para experimentar con uno mismo, fallar, enamorarse y hasta para que te rompan el corazón.
Había en el pueblo, es una ciudad pero para mí es mi pueblo, un chico amigo de la familia. Un chico encantador que hacía quedar en vergüenza a todos los de su edad. Las madres lo paraban por la calle para presentarle a sus nenas. Los padres lo invitaban al café de la plaza a la espera de convertirse en suegros.
Así, Luciano Heredia, “el Lucho”, se pasaba la mayor parte del día tomando café de arriba, comiendo media lunas y dejándose invitar raciones obscenas de Bonano, el jugo de naranja en cono y Nora, la bebida que enamora. Todos adoraban al Lucho. Me llevaba diez años, nos conocíamos desde siempre y en mi viaje de quince me amó por primera vez.
Manejó su auto hasta el Dique de Ullum, ignorando el set de boleros de Luis Miguel que yo reproducía a todo volumen, sonriendo cada vez que trataba de tapar la sesión musical con temas triviales. Aunque su risa devenida en jolgorio podía tomarse como insulto, no me enojé. Su cara era de genuina sorpresa, sus labios húmedos, a pesar del clima, tenían todavía la marca de algún herpes solar, sus ojos verdes parecían cantados por Nat King Cole o tal vez por Nat King Cole con coro del grupo Las Primas.
No sé, era una mezcla de hombre campero con pibe de ciudad. Debajo de su remera blanca adivinaba una fila de músculos en orden, un cuerpo flaco pero bien formado y mi ansiedad por verlo en toda su desnudez- esperaba que él propusiera que nadáramos sin ropa- me mantenía al borde del asiento, mirando cómo se arremolinaba el polvo sin asfalto.
Llegamos. El viaje había sido largo, la inminencia aceleró el resto de la escena. Le tomó un segundo desvestirme. Sus manos ágiles agarraron mis caderas y soltaron el botón de la pollera veraniega que resbaló sin freno y cayó al borde del agua. Después, levantó mis brazos y enrolló mi remera hasta que pude acariciarla con la punta de los dedos y dejarla ir tratando de evitar pensamientos de streap tease, tratando de frenar una banda de sonido pochoclera. Por suerte empezó a sonar el tema de amor de la película Tootsie. Agradecí.
“Maybe it’s you, maybe it’s you, I´ve been waiting for all of my life”. Prefería cursi a sensual, siempre preferí cursi por sobre sensual. Mi ropa interior era de algodón blanco. Corpiño sin aro que cerraba adelante con una corazoncito rojo, bombacha sin encaje que había venido en paquete de tres. El viento de la noche sanjuanina trabajaba mi pelo con resultados de ventilador pop star. Mis pies en el agua helada, mis ojos clavados en su momento de desabrigarse.
Me pidió que le sacara la remera pero no pude. Las manos me temblaban y no quería delatarme. Le dije fuerte, para que pudiera escuchar por sobre la música, que prefería que lo hiciera él. “Hacelo vos”. Se la sacó con un movimiento demasiado limpio, era Jamón Jamón de Bigas Luna, era una coreografía de Javier Bardem. Reprimí mi suspiro de quinceañera. Nunca volví a ver un torso como ese.
Lampiño, pulido por el Zonda, con hombros huesudos y brazos de gaucho, con abdominales hechos para levantar mujeres en brazos, pero aun así, casi invisibles. Había que mirarlo muy bien para ver su fuerza, para entender que su cuerpo venía antes que él. Lucho era producto de sus formas tanto como yo lo era de mis oídos emisores. Yo no podía evitar reproducir, ¿él no podía evitar querer reproducirse? Otra vez Bardem sacándose el jean, esta vez en alguna película de Almodóvar. No había ropa interior, estaba ahí, meciéndose con su propio ventilador pop star.
Reprimí otro suspiro de quinceañera. Descansé mirándolo, saqué mil fotos, mi cabeza llena de Luchos. Quería demorar el momento de tocarlo, el momento Disney con Parental Guidance o prohibido menores de dieciséis.
Me miró marcándome lo obvio, seguía vestida. Tenía que sacarme el algodón. Temí de nuevo ante un momento Joe Cocker, pero, en lugar de eso, empezó a sonar “A Whole New World” de la película Aladdín. Me saqué lo que quedaba, no tomé nota de mi cuerpo, no podía ver más allá ni más acá de Lucho. El Lucho, con su desnudez tan pornográfica como artística, corrió hacia el auto.
Temí que todo fuera una broma, temí quedarme ahí, burlada, volver caminando al centro de San Juan desnuda, pensé que era el remate de un chiste cruel, pero no, volvió con una manta a cuadritos, una manta de picnic, una manta para hacer el amor. Mientras corría de vuelta hacia mí, no pude evitar sentirme hipnotizada y tener la certeza de que ese estado iba a durar por siempre. Reprimí mi tercer suspiro quinceañero y los dos nos zambullimos en los cuadritos.
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“Let´s Get It On” de Marvin Gaye, eso esperaba emitir cuando hiciera el amor por primera vez, pero no, a grito pelado, en asumo la peor escena de amor musicalizada, “I Will Always Love You” de Whitney Houston y su guardaespaldas. Lucho se rio de una manera tan dulce que me dejé llevar en los brazos de Kevin Costner que por suerte eran los del Lucho que era tanto más lindo y me levantaba como su cuerpo había prometido. El cuadrillé se volvió efecto visual y fue entonces cuando empecé a pensar al revés. Pero no como herencia del hermano de mi abuelo, sino como efecto sexual. Primero fue todo al revés.
Whitney se desfiguró hasta ser incomprensible, sus palabras no contenían efecto diabólico, la melodía, tampoco. Después, un silencio total, abrupto y ensordecedor. Un silencio largo larguísimo que atravesó el agua del dique resonando lejos, contra las montañas chilenas. Un silencio que me alivió tanto o más que el orgasmo, sincronizado, hermoso. No grité, acabé callada mientras Lucho llenaba el aire por los dos.
Respiré diez, quince, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta segundos. Recibí sus besos, piquitos de Mick Jagger mezclados con lengua de Yes. Y se disparó, no pude contenerlo más, el ruido de sus labios, los golpecitos de sus dientes contra los míos, el detalle sonoro del acto post amatorio se inundó de música.
Pensé que era el momento ideal para un standard al estilo “At Last”, recé para que no sonara una canción de victoria a lo Rocky o “We Are The Champions”, pero de nuevo, me sorprendí a mí misma con un clásico del momento, “Nothing Compares 2 U”. Sinéad O Connor con su cabeza rapada y sus enormes ojos celestes estaba parada junto al dique, el sobretodo volando con su propio ventilador pop y nosotros estrellados contra los cuadritos, desnudos, mojados, a un segundo de entrar al agua.
(*): Este texto es parte de la novela Fade Out, que resultó tercera en la lista de las Mejores Novelas 2016, realizada por la página Selección Literaria. A la autora se la contacta en https://m.facebook.com/TatianaGoranskyEscritora/